Por Daniel Alejandro Valera Gómez
Seminarista de 3er semestre de filosofia
Carmen, toda
su vida había pensado en sí misma como una persona buena. De hecho conocía a
poca gente tan buena como ella. Nunca rompió ninguna regla en la escuela. Nunca
golpeó ni lastimó a nadie en la escuela, ni provocó chismes. Sus calificaciones
siempre eran aceptables y en general cumplía con todos sus deberes. No se metía
con la ley, ni andaba en lugares inseguros. En pocas palabras, era consciente del
papel que le tocó jugar en su mundo y era bastante fiel a él. ¿Se le podría
exigirle más que eso?
Sin embargo,
un día sucedió algo que no estaba previsto dentro de su plan. Paseando por el
parque de la ciudad, se vio impactada por el enorme tamaño del roble al lado
del lago. Se quedó allí, admirando lo bello que era, a pesar de tener muchas
cosas que hacer. De inmediato le dieron ganas de ser como el roble: importante,
imponente, impresionante y el más alto de todos. Pensó en lo buena que era y
supo que iba por ese mismo camino: destacaría entre todas las demás personas
por su inteligencia, por su rectitud, por su criterio, por la imagen de
prestigio que ya se estaba formando a su alrededor. Sería como el gran roble y pasaría
a la historia.
Pero entonces
le pregunté a la joven: y, ¿qué es la grandeza? ¿Qué hace al gran roble grande?
¿Es su tamaño, su forma, su color, su fuerza, su inamovilidad? ¿O es algo más? La
invité a que nos acercáramos para estudiarlo mejor. A unos cuantos metros, la
perspectiva era diferente: vimos sus frutos que alimentaban a las aves, su
sombra que daba descanso a los viandantes, que era hogar para los nidos, almacén para los
roedores y que daba estabilidad al suelo donde sus raíces penetraban. Entonces,
¿en dónde radicaba la grandeza del roble? ¿En que se veía espectacular o en que
su presencia en el parque beneficiaba a los que lo rodeaban?
Muchas veces
nos quedamos con la idea de grandeza de la joven: tener éxito, ser carismático,
ser admirado, tener poder y mandar. Es el sueño que nos hemos construido en la
mente, es nuestra idea de una vida lograda, una vida feliz. Sin embargo, el
roble nos interpela porque contradice la idea acostumbrada de lo que debería
ser un humano. El roble, por su parte, nos recuerda que nadie se crea a sí mismo y
nadie se basta a sí mismo; que necesitamos relacionarnos con el otro para
crecer, que necesitamos ayudar y ser ayudados para ser felices. Y nos molesta
porque es rebelde; porque sabe que en un principio necesitó de todos aquellos
seres a los cuales sirve ahora; y porque lo sabe no es orgulloso. Nos molesta
porque su ejemplo nos confronta y cuestiona nuestra conducta.
¿Qué sucedió
con Carmen? Ella entró en escena con su
idea de felicidad y su idea de bien; pero para su dolor de cabeza, esas ideas
fueron retadas. ¿Es la felicidad del hombre obtener el mayor placer posible,
influir en la voluntad del otro y tener prestigio? ¿O es el ser feliz con la
felicidad del otro? ¿Acaso el hacer bien es “no hacer el mal”? ¿O es actuar en
pro de la felicidad del otro?
El problema
para ella es que, respecto a la pregunta del inicio “¿se podría exigir algo más
a tan ejemplar ciudadana?; el roble nos responde ¡que en efecto sí! El roble, siempre
dispuesto a dejar que otros se alimenten de sus talentos y capacidades, le dio
a entender a Carmen que no basta cumplir con el deber de no causar problemas a
los demás. Que es preciso ir más allá: es
preciso servir.
Esta
capacidad de servir que la persona posee en plenitud y que es ignorada de la
manera más cruel en nuestros días. Tal vez la singular experiencia de Carmen
nos sirva de algo, o tal vez no; pero está aquí para aquel que se esté
preguntando si su idea de felicidad será la más conveniente para su existencia.
Buena aportación
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